El silencio monástico que se escucha en un monasterio es, a día de hoy, una gloria caducada. Siempre hay sonidos que interrumpen el verdadero silencio de siglos pasados, cuando los monjes se dirigían de la sala capitular al refectorio, cuando leían en el claustro, cuando realizaban aquellas tareas que hoy en el siglo XXI nos parecen empolvadas en el olvido. Pero ello se recupera en forma de película por Philip Gröning, en un “gran silencio” que dura más de dos horas. La película nos adentra en la vida cotidiana de los cartujos del monasterio francés de Grenoble, en sus oraciones, en sus meditaciones, en sus cantos, en sus paseos… Todo ello transcurre en silencio, a veces, interrumpido por el repique de campanas anunciando la hora nona, o por la música sacra proveniente de la iglesia. Puede que el éxito de esta película en algunos países se explique por el contrapunto que significa teniendo en cuenta la vida actual, o quizás porque la película es tal cual, es la vida natural del monasterio, sin luz artificial, sin música de fondo añadida, sin decorativismo barato, es la pura y dura realidad monástica.
Ahora podemos saltarnos de orden, y hacer una parada en los benedictinos, en un monasterio como el de Sant Cugat del Vallès (Barcelona) cuya fundación se remonta al siglo IX, momento en que la orden benedictina estaba imbuida en pleno proceso de expansión por los condados catalanes bajo el impulso de la monarquía franca. Este monasterio -que durante los siglos X y XI creció de un modo espectacular, llegando a controlar vastos territorios en toda Cataluña e incluso llegándose a convertir en uno de los mas importantes, influyendo decisivamente en la diócesis y el condado de Barcelona-, se asentó sobre una fortificación del siglo IV y sobre una basílica paleocristiana del siglo VI. La historia de su construcción, al igual que la de la mayoría de monasterios, es progresiva, con continuas ampliaciones y remodelaciones, ajustándose al número de monjes y a las necesidades de la época, pero destaca sobre todo el claustro románico, con capiteles de una gran riqueza escultórica, del taller de Arnau Cadell.
Pero en 1835 con la Ley de Desamortización de Bienes eclesiásticos, los monjes tuvieron que abandonar su monasterio, pasando el conjunto arquitectónico a manos estatales y dando lugar a continuos expolios, a degradaciones inevitables y a una alteración del uso primigenio. A pesar de todo, el siglo XX supone para el monasterio un pequeño renacimiento, siendo objeto de rehabilitaciones y restauraciones, momento en el que se configura lo que hoy se conoce como el Museo de Sant Cugat.
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